05 septiembre 2016

Exotopías en el diván de un poeta de la autopsia.


Por: Antonio Miguema Linez
Crítico literario


Antes de nada, es necesario y hasta evidente, consolidar el punto equidistante que permita traer a la mente la noción de una comprensión justa sobre los temas que hacen posible el deliberado señalamiento y extrañamiento de considerar el poemario de Zeuxis Vargas, “Las cosas que aprendí” como un libro de versos que inicia un tono confesional y una expresión original de lo poético desde una ruptura contra otras formas de exponer y dejar al descubierto la intimidad o la soledad.

La existencia, en este caso, de un estilo denominado como poesía de la autopsia, no sólo cuenta con una expresividad que tiende hacia lo estético y lo psicológico, sino que se derrumba tumultuosa y con esmero hacia un grito, hacia un accionar premeditadamente confesional y desarraigado que sentencia y significa, que restaura, que rescata de lo invisible la silueta, la mera cintura, los bordes donde los labios de toda la verdad descansan su confidencialidad.

La poesía de la autopsia sobreviene de una historia provincial anclada a los estruendos de la violencia que sacudió en una época a un país. No se trata de un poeta orillado sino de alguien que como dice en el poema Contra corriente, naufraga:

Como un salmón,
Aterrado de la corriente
Que —lo— empuja entre los días.

La poética de la autopsia está más cercana al testimonio ingerido, al vivir indigestado. La mitad de los poemas de “Las cosas que aprendí” solicitan un arreglo de cuentas con la biografía. Son las señales de restitución que confiere el poeta para poder darle la vitalidad necesaria a esa voz autobiográfica que pondrá en tela de juicio la misma existencia.

El registro poético se convierte en un bisturí que pone sobre la mesa de disección al poeta, se sirve como instrumento y en esa medida pasa a mirar desde afuera la propia angustia y conciencia.

Se puede partir por significar que la poesía de la autopsia es aquella que hace posible al autor tener la capacidad de, en ese padecimiento, de aferrarse a una Prosopopeya, ese —conferir de máscara o rostro[1]—, logra en cada poema poner una nuevo estilo para cada una de las azarosas, intempestivas e irregulares formas de vivirse ante el mundo o ante la realidad.

Sólo de esta manera se logra la exotopía, el mirarse desde afuera, porque lo que se limita a mirar es al ser del lenguaje poético, a esa voz que se busca, que consolida una manera de comunicarse con lo inaudito.

“Aprender a vivir, enseñarse a vivir”[2] es la confesión, el duelo, la deuda y al mismo tiempo el lenguaje de la restauración[3].

“Esta manera de interpretar la historia del aprendizaje nos conduce a leer  los poemas (…) como el encuadre de una subjetividad, entendida como ese sistema organizado de símbolos que aspiran a abarcar la totalidad de una experiencia, de animarla y darle sentido”[4]

Las piezas que integran el poemario demuestran un momento, un hecho, esa acción que se traslapa al instante y al devenir y que se absuelve por su misma conciencia. De hecho, los arrojamientos de imágenes y versículos son un trasegar por pasados, por presentes o futuros que han sido medidos, pesados, valorados con el ojo de quien se ha pasado una vida buscando explicaciones más precisas a su resistencia. De ahí que el libro constituya una serie de viaje, una especie de exploración hacia los más hondos estratos del abismo humano. La conciencia se suelta y se compacta en sí misma como una runa, como un detonante y también como un Uróboros acéfalo en la misma representación de un ello que trasmuta constantemente hacia un yo o un uno o un ustedes. Los pronombres persiguen tan sólo una comunicación furtiva y secreta. Señalador mismo de su historia, de lo que lo constituye su confesión como poema, como expresión poética de una existencia el poeta se desaparecer en su registro en su ser del lenguaje que lo disecciona y lo salva.

La poética de Zeuxis Vargas elige el acaecimiento en el que estamos enredados como la demostración del vacío. Y reconoce en el lector a un cómplice que se ahoga en esa misa lectura de series de acontecimientos inefables, de verdades que aturden hasta ser toda la existencia. Los poemas de la autopsia siempre necesitan de un receptor, de un hermano, de un confidente.

Cuando el poeta ya liberado de su dolor de decir, se entrega a desovillar la pesadez del mundo, la pesquisa la inicia en el origen de sus primeros rezos, obliga al hombre a ser un sujeto histórico anclado a su propia limitación.
Cuando dice:

“Estás hecho de fronteras
De pequeños inicios parecidos al fuego”

Habla de lugar de origen y el poeta de la autopsia se designa, se revela y, sin embargo, también se advierte, conjura lo que se vivirá como si todo ya hubiese sido, como si la mera vida fuera una repetición constante de una derrota, de un asombro o de cualquier puñetazo venido del azar.

En un poema su confesión llega a romper las fibras con el sólo propósito de igualar soledades. Cuando dice:

“La noche tiene prisa como tu vida”

Denuncia y en resistencia a esa profanación se auxilia del verso para capitular que sobrevivirse como sujeto que se devela a sí mismo, sólo permite una pequeña salida en el epitafio, creer en la poesía es una forma de reconciliarse con el absurdo.

La crítica del poeta, al ser confesional, al hablar de un existir en el mundo no se aquilata en el devenir mismo de la historia, sino que en su interpretación de lo sucesivo entrevé una evolución entregada al más consciente pesimismo.

El poeta de pronto abre los ojos con una sentencia abrumadora, con una noticia a deshoras:

“Tanto esfuerzo de la naturaleza para crear un mausoleo.”

Y más allá de la loza, de ese pequeño lote a la deriva que establece lo lapidario, el registro de la autobiografía comienza su levantamiento. Saber que la verdadera sentencia es la afirmación de una nada insondable que nos espera, que ese no perdurar, ese polvo, esa manifestación sagrada de lo mortal puede ser moldeada a nuestra imagen y semejanza es en lo que concentra todas sus energías, su pesquisa fundamental.

Cada verso es la parte más pequeña, pero a la vez más rítmica, audible, plástica y visible de ese gran espejo de prácticas intrínsecas que el desolado humano hace sobre la temporalidad. Asombrarse es ya existir.

Sin pretenderlo su poética toma un giro decisivo ante el estremecimiento que causa el horror de vivir para morir. La voz que se auto registra se ramifica y crea su propia cosmovisión, su propia referencia confesional y en esta medida la exploración clausura el juego postmoderno de la fragmentación del sujeto. En la poesía de la autopsia hay una búsqueda de identificación, de singularidad y de huida que connota la suerte de un testimonio.

Este esquema dará como resultado el allanamiento a la voz del viajero reflexivo que desnuda su originalidad y su merodeamiento en lo intempestivo.

El viajero como alguien que va dejando registro sonoro y visual de ese trasegar entre ruinas. El mirar hacia atrás entonces se hace hacia lo que se abandona, hacia lo más difícil.

En poemas como “El viajero”, “Impresiones de una Suramérica imaginada”, “Las cosas que aprendí”, “Lo intempestivo” y “Lo que el ojo dejó atrás” no hay un alguien que testifica o que denuncia, lo que hay es una voz que se somete a describirse a sí misma con desgarramiento absoluto como lo hace el registro poético de “Desollando el llanto”, donde el enervado y compungido  se pone en el oficio de sacarse las entrañas.

En El viajero, el poeta afirma su visión desde el lar, ese territorio que como su cuerpo, le basta para decir que no se conoce nada.[5]

Cuando dice que:

“Toda ruta
Me deja siempre en la entrada de la infancia”

Instituye el lugar de su perspectiva ese locus perdido en el tiempo y que hace posible el descubrir. Pero esa infancia no es una infancia dada a la felicidad total; aunque edénica en suma, en ella reverbera y se cocina lo más violento de una cultura. Por ello la poesía de la autopsia es un corte profundo a la raíz de asombro, pero también del miedo.  Los solares, la reminiscencia al carácter o la belleza de su madre, los juegos infantiles, los rezos y el miedo que sostenían los niños ante los constates hostigamientos o los cadáveres y los espantos que son meros discursos establecidos en las noches para crearle un universo diverso al habitante de los pueblos, es lo que va poniendo aquí y allá los objetos posibles de la remembranza y la auscultación.

La autopsia comienza su desmembramiento en el mismo “patio inofensivo, / en el solar donde pastan / los primeros rumores de la soledad, /y tal vez, también, algún día, / las últimas pretensiones del camino.”

Cuando aborda su errancia, la bitácora lírica que logra es un desmenuzar de clarividencias que somete a la comparación, así, su viaje por los países andinos no será solamente una indicación de la ruina y la pobreza sino también de la ingenuidad y la inocencia, patrón constitutivo de los juegos que posibilitan su regreso a la infancia.

Aunque sus poemas de viajes están saturados de una imputación directa de los desequilibrios que deja al descubierto el paisaje, su voz excava en los vericuetos de aquello, que transparente, produce el juego de los niños en medio del desierto.

Su aprendizaje, su regreso a esa ilustración en sí mismo deja en claro que el libro es un diario de disección crítico y onírico de las más profundas expectativas y acaecimientos.

Todos los poemas son una búsqueda de convencimientos, el poeta sabe que:

Las cosas nos excavan
Nos sacan la triste noticia de los huesos

Y que tras hecha la exhumación no queda otra cosa que el vacío.

El poema pasa a ser una pieza invaluable para demostrar que vivir es como:

Desplomarse sobre el aire y llenar un ruido

El poeta de la autopsia comienza a así su iniciación, su suerte de cansancio y extrema limadura sobre las escapulas.

El oficio consiste en desollar el llanto. En insistir “ante la inclemencia de la cotidianidad” para solo lograr “relaciones con lo improbable” y así poder romper los limites.

Un detalle importante de este primer poemario que inaugura el ciclo de la iniciación en la poesía de la autopsia se inscribe en el segmento de los tres últimos poemas. Escribir, Mi poesía y Presencia de la despedida son el artilugio más cercano a un mandamiento.

Los tres poemas buscan cerrar y hacer del poemario un libro redondo que nace y se cierra sin que le sobre nada. Al sentenciar que después de tanto inventario sólo le queda escribir para poder aparecer entre las cosas, lo hace porque reconoce que por más verosimilitud que halla en una confesión y sobre todo en un esquema lírico de autopsia como el que se llega a tener en un registro poético como este:

Algún día
La zozobra —le— llegará
Con todas sus demandas a —cobrarle—

Heredero de Robert Lowell y Héctor Rojas Herazo, la poesía de Zeuxis Vargas sabe que:

A veces,
La autopsia se hace en carne viva.

Sea quizás esto el mejor exordio para fundirse con sus poemas.

En el diván no hay un poeta, sólo una voz que nos mira desde la punta del bisturí.






[1] Bajtin citado por Amalia Rodríguez Monroy en La poética del nombre en el registro de la autobiografía 
[2] Esto es lo que tradicionalmente se ha llamado “confesión”: La poética del nombre en el registro de la autobiografía, Amalia Rodríguez Monroy citando a Lacan
[3] El trabajo de duelo, al mismo tiempo que un lenguaje de restauración es la deuda como herencia es lo que denota Amalia Rodríguez Monroy siguiendo (afirma en su análisis de registro autobiográfico de Lowell) a Derrida.
[4] Lacan 1893b:68
[5] Esta sentencia se encuentra en el poema “Ansias de huir”

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